Habrá habido pocos campeones tan grandes como este Real Madrid porque pocos perdedores tan fabulosos habrán disputado una final. Un partido que estuvo en las manos de cada equipo y que resolvió en la prórroga la cabeza de Cristiano, aunque mejor sería decir su cuello, su tronco de secuoya y sus piernas de apolo, su cuerpo inagotable, en definitiva.
Tenso, hermoso, estresante, crispado, loco y cuerdo. Así fue la final, plagada de alternativas. La primera parte, por ejemplo, fue del Madrid, casi por completo. La diferencia con el pasado sábado es que su presión se adelantó varios metros, de modo que pasó de esperar al Barça refugiado en campo propio, como sucedió en el primer Clásico, a atacarlo ferozmente en terreno enemigo. Esa novedad, adentrar a Khedira y Pepe en el campo rival, tuvo un valioso efecto en la imagen y en el contenido. El Barcelona ya no respiraba, como en el primer asalto, sino que se sentía amenazado. Cada intento de sacar la pelota se convertía en una tarea colosal, habitualmente inacabada. No era sólo superar la primera línea con Pepe, Khedira, Cristiano y Di María. Luego estaba Xabi y a su grupa la defensa, rabiosos todos. Se advirtió muy pronto esa dificultad, el naufragio de Messi entre un mar de piernas y su resistencia a exiliarse a una banda.
Plan perfecto.
El Madrid, entretanto, disfrutaba de los planes que salen, de los exámenes que tratan sobre las lecciones bien aprendidas. Inspirado por Özil, el equipo robaba muy arriba y salía disparado, buscando las carreras de Cristiano o Di María, igual que el sábado, pero esta vez en ventaja.Con ese panorama, la primera ocasión tenía que ser del Madrid. Özil controló en el área y su magnífico pase a Cristiano, una cuchara, casi una cucharita de café, dejó al portugués en boca de gol. Fue entonces cuando advertimos la ansiedad de Cristiano, precipitado e impreciso en ese control.
A esas alturas la final de Copa ya nos había descubierto una batalla paralela, la que libraban ambos equipos, banquillos incorporados, para intimidar al árbitro, para arrimarlo a su causa, para suplicarle el voto. Cada falta traía un alboroto de reclamaciones sobreactuadas, de acusaciones teatrales y vestiduras rasgadas. Por ratos nos dio pena Undiano, somos gente de corazón. Su situación era la de una vieja profesora, a punto de jubilarse, en una clase con adolescentes conflictivos e hiperhormonados.
Insisto: el Madrid disfrutaba de ese campo minado como si estuviera lleno de flores. Özil rozó el palo con un balón empalmado con la derecha y, acto seguido, lanzó un centro larguísimo al que Cristiano no llegó por pura falta de fe.
El alemán turquesa no se conformó con eso. Siguió asistiendo a Cristiano como si le debiera favores, si bien, su mejor pase se lo regaló a Pepe, un derechazo exquisito. El balón voló con una sonrisa y Pepe lo alcanzó como un centauro. El cabezazo fue espléndido, pero se estrelló en el poste.
El Barça salió del trance como esos boxeadores que tratan de disimular el puñetazo que les impactó en el mentón. Revolucionado. Pero impotente. Y ciego. Sus sublimes centrocampistas no podían meter un pase en profundidad porque ayer, simplemente, no había profundidad. El Real Madrid defendía en 30 metros, formando un conglomerado blanco prácticamente impenetrable.
La pregunta, asistiendo al fabuloso despliegue madridista, era si tendría fondo para seguir corriendo en la segunda parte. Lo consiguió en el primer Clásico, pero los esfuerzos se acumulan, incluso para los centauros. La siguiente cuestión era cómo reaccionaría Guardiola a ese baño físico y estratégico, cómo saldría a flote el Barça, cómo retomaría el camino hacia el país de Nunca Jamás.
Al volver del vestuario ya teníamos respuesta, o eso pensamos. El Madrid parecía cansado y el discurso de Guardiola debía haber sido brillantísimo. Porque el campo se inclinó hacia el Barcelona, que empezó a hacer el juego que le ha dado fama. De un plumazo había ocupado los metros que los pulmones del Madrid ya no podían cubrir.
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